lunes, mayo 03, 2004

Terapia intensiva

Autor: Yanett Polanco

Mens sana in corpore sano”
“El hombre verdaderamente sano, dice el poeta, no pide al cielo sino la salud del cuerpo con la del alma...” Máxima de Juvenal (Sátiras, X, 356)


Una rutina amarga como a tantos me acompaña. Cuando desembarco el bus que me deja a unos metros de mi destino, se repite un cuadro idéntico a muchos existentes en Caracas. Podría pintar el lienzo más sombrío, lleno de muchísimos sentimientos humanos, donde hasta la acera mojada y llena de pegostes de distintas variedades llora.

Los rostros son diferentes, algunos se repiten constantes, los de aquellos que movidos por la necesidad de buscar el sustento, armaron un tarantín clandestino a la entrada de “Emergencia”.

Están también conformando la mayoría de todos, esos rostros protagónicos de los que esperan con fe, la mejoría de sus parientes enfermos o quizá la irremediable muerte.

Todos, resignados, molestos, agraviados, indiferentes, caras tan duras por fuera y por dentro.

Hay una gran cantidad de mercadería, desde la venta del tradicional cafecito negro, con leche, chocolate, hasta la venta de diversas chucherías y artículos de primera, segunda y tercera necesidad. Tampoco faltan los cigarrillos y los puestos de comunicaciones ambulantes, atendidos por jóvenes y gente madura, muy atenta a cualquier cliente en potencia que le abulte el lugar donde guardan las monedas, un lenguaje popular y petareño, ofrece los servicios de “monederos”, trampolín para llevar comida o lo que pueda a su casa.

Piratería comunicacional. Carros estacionados a todo lo largo y ancho de un espacio recortado por una línea de moto taxis, que parece darme la bienvenida preliminar.
Ambulancias, una serie de vehículos particulares, parecen que observaran, cargados de dolor, sangre y desesperación.

El sitio que me espera es una maraña donde están juntas todas las miserias humanas, es un lugar que sólo podría ser comparado con sitios de concentración de la Primera y Segunda Guerra Mundial, donde la poca humanidad que queda, viene acechada cada segundo por la imperante necesidad de supervivencia individual de los familiares, esos que por desgracia les tocó tener un pariente enfermo.
La enfermedad se vuelve una tortura para el que la padece, es un virus que contagia al que acompaña al enfermo, pues somos victimas de la inclemencia e indiferencia, donde los que tienen la labor de recibirnos y curarnos, también fueron contagiados por diversos tipo de afecciones mentales, emocionales y sociales.

Una reja oxidada y que no vio más pintura se abre a medias y hoy es un señor trigueño que me regala una sonrisa a medias, vestido con su uniforme de vigilante, a veces parece atento a ofrecer ayuda, pero su mano extendida o el susurro descarado decepciona, una especie de peaje clandestino (afortunadamente, no muy alto) te abre las puertas al sitio del suplicio.
No he pagado mis entradas, quizá me ha valido el ingenio de inventarme cualquier cosa para entrar en horarios fuera de visitas.

El camino se me hace corto en el pasillo, ya es familiar, Sala de Emergencias, con médicos jóvenes y ansiosos de aprender las novedades de las fallas tanto naturales, como aquellas producidas por distintas imprudencias causadas al organismo humano. Entusiastas, agotados, obstinados, ansiosos, desganados, malhumorados, sonrientes, sólo a veces entre ellos mismos.

El salón de clases de aquellas universidades de donde salieron, parece haberles chupado el natural jugo humano, o será que les dan cursos de cómo ser más duros, quizá alguien les apagó el corazón, para que no lloren al extraño, para que no duela el dolor de los ajenos, para que no les falte la entereza.

El hedor de los pasillos es una mezcla indescriptible, va de desagradable, a más desagradable, parece curado ante cualquier desinfectante, ese que no ve con mucha frecuencia.
Abierto a mis pasos, grupos de personas, aquí y allá, enfermeras, camilleros y hasta doctores!

Sí, Doctores! los ves por todos lados, aunque son pocos los que están donde deben y a los que encuentras cuando los buscas. Tengo la certeza debido a mi experiencia en estos últimos cuatro meses, que aquellos médicos abnegados y amantes de tan noble profesión, como lo es la medicina, pasaron a formar parte de un espécimen en extinción. Igualmente aquella actitud de quedarse en su sitio de labor tiempo extra, hasta resolver el caso, suministrar el medicamento indicado o quien sabe, realizar la operación de emergencia.

Lo mismo digo de las enfermeras, la experiencia, reseñas o anécdotas de mis mayores me decían, respecto a la misión de las mismas, que aparte de suministrar tratamientos, asistir al médico e incluso asear a un paciente, era de dar un poco de consuelo y compañía verdadera, como parte del servicio. Creo que el que escoge una profesión, especialmente si esta es tan noble, debe quererla de corazón.

Pero eso ya no existe en el sitio a donde yo voy. Tampoco quiero generalizar, pero he observado y percibido que el 80% de estos personajes o empleados, a duras penas, cumplen con la parte mínima de lo antes mencionado. El 20% que quizá lo habrá hecho en mis idas y venidas habrá sido en mi ausencia y la de otros, que también comparten mis experiencias.

Recuerdo a una galena bien letrada, quien justificó el servicio inhumano que recibía mi familiar en su segundo día, como un resultado del sistema. Recuerdo que mi respuesta fue que todos, absolutamente todos, somos el sistema y que el sistema anda mal, porque nosotros andamos mal.

Estamos integrados a una sociedad distorsionada por gravísimos problemas sociales, relacionados directamente con la educación, la moralidad y honestidad individual. En conjunto y en resumen, los resultados son estos que vemos. Desde el más alto eslabón, hasta el más bajo, nos salpican y traspasan las fallas y parece ser que cada día estamos mas perforados y contaminados.

Hablarles con más detalles de mi destino final, sería como relatarles un trozo de un libro al estilo de Stephen King, profundamente pestilente y crudo. A veces creo que me equivoqué de lugar e ingresé distraída a la Morgue de Bello Monte.

Mueren cada día, uno, dos, tres, cuatro... y yo me quiero ir para mi casa.

Son llorados y los rezos son las sábanas mortuorias que les cubre en la cara su última expresión de vida. Con un poco de suerte, vengan a retirarlos en dos horas.

Hospitales, instituciones, escuelas y toda clase de entes y hogares disfuncionales, destrozados, moviéndose en la vida a media máquina, arrastrando viejas mañas, llenos de bajones y desesperanzas.

Sí, porque así me he sentido y esto que he escrito no se trata precisamente de dar ánimos a los que como yo, padecen la secuela de esta deprimente situación, donde la falta de insumos, de baños que funcionen, de habitaciones adecuadas, de ambientes limpios, de sueldos puntuales y justos, de instalaciones actas en términos generales, no son todos los males.

Tampoco trato de justificar a algunos, sólo trato de hacer ver que aunque el dinero es importante en nuestra querida tierra, no puede resolver todas las cosas, sobre todo si va de manera desproporcionada y equivocada a manos inadecuadas o lo que es igual, que no llegue.

Me asusta la enorme falta de sintonía entre las leyes y el derecho, el cumplirlas y otorgarlo.

Es simplemente reflexionar y actuar. Aquellos que tienen el sartén por el mango, levantarlo, no dejar que se nos queme, que se nos caiga.

Venezuela es grande, pero metidos y rodeados nos vemos reducidos por todos los problemas que generan aquellos que no cumplen con lo que deben hacer.



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